lunes, 22 de diciembre de 2008

BUENO, PERO QUÉ ES LEER?

Leer (del latín legĕre) es el proceso de percibir y comprender escritura.es.wikipedia.org/wiki/Leer

tr. Recorrer con la vista lo escrito comprendiendo su significado, pronunciando o no las palabras. Penetrar el interior ... Ver definiciónwww.definicion.org/diccionario/41

domingo, 21 de diciembre de 2008






¿Qué es librarything?

Añade lo que estás leyendo o tu colección de libros entera: es un catálogo sencillo con la calidad del de una biblioteca. Además, LibraryThing te pone en contacto con personas que leen lo mismo que tú.
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Libros: El Hobbit, El péndulo de Foucault, American Psycho, Les Thanatonautes, Colapso : por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen
Gente interesante: avaland, sylphette, Busifer, Irisheyz77, wafflehouse
Etiquetas: wwii, Victorian, philosophy of science, vampires, theology, dogs
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LEER PARA PENSAR




Leer para pensar
Jaime Nubiola

Son muchas las personas que jamás leen un libro. Suelen explicar que no tienen tiempo para leer, que ya les gustaría a ellos poder sentarse una tarde junto a una chimenea para leer un buen libro. Sin embargo, la atención a la familia, las relaciones sociales, las llamadas telefónicas, las prisas de la vida moderna, la televisión, todas esas circunstancias les quitan la paz necesaria para poder leer con tranquilidad. No les falta razón en lo que dicen, aunque hay algunas otras personas que leen precisamente para poder sobrevivir en ese entorno tan agitado: "Leemos para vivir", afirmaba Belén Gopegui. Todos hemos visto en el metro, con envidia quizás, a esas personas para las que el mejor momento de su jornada es el tiempo de lectura cuando van o vienen del trabajo: en sus rostros se advierte que viven en un mundo mejor que quienes se conforman con dormitar o con echar una ojeada distraída al periódico o a la revista.
El novelista americano Jonathan Franzen denunciaba en Tal vez soñar: Razones para escribir novelas en la era de la imagen que "hace un siglo, un hombre culto leía unos cincuenta títulos de ficción al año; hoy en día, como mucho, quizás cinco". Temo que la estimación de Franzen peque de optimista para nuestro país. El arranque del verano es un buen momento para plantearse esta cuestión, echar mano de una vez por todas al montón de libros que hemos ido acumulando en la estantería para cuando tuviéramos tiempo y meterlos con decisión en la maleta de vacaciones.
¿Por qué leer? "Nacemos para saber —escribió Gracián—, y los libros con fidelidad nos hacen personas". Para quien se dedica al mundo de los negocios la literatura es, sin duda alguna, una manera formidable de potenciar la imaginación; es también muchas veces un buen modo de aprender a escribir de la mano de nuestros autores favoritos, sean clásicos o modernos. Pero la mejor respuesta a la pregunta acerca de por qué leer es —me parece— que la lectura nos hace pensar, nos da qué pensar, y eso nos hace mejores personas.
En estos días estoy leyendo el libro Eichmann en Jerusalén, en el que Hannah Arendt describe con singular maestría el proceso de Adolf Eichmann en 1961, tras su secuestro en Argentina por parte del servicio secreto israelí. Lo que más llama mi atención es su penetrante descripción del carácter de Eichmann, responsable principal de la conducción de centenares de miles de judíos a los campos de exterminio. Eichmann resulta ser no sólo un pobre hombre, capaz de enviar a la muerte a su propio padre si así se le hubiera ordenado —según declaró en el interrogatorio policial—, sino una persona del todo incapaz de considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor. "Eichmann —escribe Arendt— era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera un cliché". Cuando el guardia que lo tenía a su cargo le dejó una conocida novela para que se distrajera, la devolvió indignado al cabo de dos días, diciendo "Es un libro del todo malsano". Arendt subtituló su libro Un estudio sobre la banalidad del mal, porque a su parecer Eichmann no supo jamás lo que se hacía. "No, Eichmann no era estúpido —explica—. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo". La filósofa judía concluye que una de las lecciones del proceso de Jerusalén fue que "la irreflexión puede causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana".
Es severa la conclusión de Hannah Arendt, pero uno de los remedios más eficaces contra la irreflexión es, por supuesto, la lectura. ¿Qué libros leer? Aquellos que nos apetezcan por la razón que sea. ¿Cómo leer? Con un lápiz en la mano para no perder la ocasión de pensar a partir de lo leído. ¿Cuándo leer? Siempre que podamos. Y en el verano se puede más.
http://www.unav.es/users/LeerParaPensar.html

¿Para qué tanto leer? ¿No tienes tiempo de leer?


VICENTE VERDÚ


El libro constituye un bien tan significativo de una determinada cultura que esperar a que se lea cuando su sistema desaparece es lo mismo que reclamar que perviva una hormiga sobre una superficie de alquitrán. La vida de la hormiga es tan improbable en la Gran Vía como la vida del libro es exigua en el angosto y hasta alicatado ocio de la cotidianidad

El insecto queda exterminado sin infligirle un mal directo, pero no se reproducirá en la ciudad.

Igualmente, el fin del libro y su lectura no proceden, en especial, de la educación deficiente, la impericia de las editoriales o una siembra de cizaña (¿televisión?, ¿videojuegos?) que lo matan directamente y de raíz. Simplemente, la lectura va a menos porque no encuentra suelo donde arraigar ni espacio donde esponjarse.

La actualidad del mundo, la realidad de los intervalos de trabajo y tiempo libre, coinciden con una disponibilidad para leer tendente a cero. Y no se diga ya para leer a fondo. Los momentos en que aún se lee se obtienen de intersticios de una construcción cuya fachada central repele lo libresco como materia ajena a su iluminación natural. Se lee, efectivamente, en los cantones del sistema, en los estrechos itinerarios de transporte público, en los puentes o en las vacaciones, en los tiempos muertos.

Todo tiempo oreado y candeal se ocupa, generalmente, en otros gozos, sean los viajes, el sexo, Internet, las copas, los juegos en las pantallas, las cenas o los cines. ¿Tiempo para leer? Quien lee se extrae literalmente de la cadena nutricional reinante para insertarse en un nicho marginal.

Todo lector, y tanto más cuanto más lo es, traza su fuga y, a su pesar, se convierte en fugitivo de la contemporaneidad.

Efectivamente, los lectores de Harry Potter y otros best sellers internacionales no abandonan el reino, pero ¿quién puede decir que encarnan al profundo lector? Son lectores mutantes que como la presunta clase de himenópteros futuros hallará albergue en el asfalto. No ya en la fisura del asfalto sino en el mismo piso puesto que esta tipología no alude a un lector convicto, sino al libro de recreo importado de lo audiovisual. Son lectores de letras pero no letrados, siguen la línea de la página pero según los patrones del hilo cinematográfico o del musical.

El resto, los lectores conspicuos que aún permanecen, son hoy trabajadores autónomos, artistas profesionales, jubilados, impedidos, enfermos, críticos literarios, editores, directores de colección, traductores, autores. Fuera de ese ejército marcado y en declive creciente, apenas unas unidades más pueden sumarse al mundo lector.

Los libros, infantiles, juveniles, de autoayuda, de intriga, de salud, de consejos prácticos, de empresa, de texto, etcétera, componen la mayoría del tonelaje que trasladan todavía los contenedores del sector editorial y que pronto serán reemplazados masivamente por la superior eficiencia de las pantallas. No hay ocasión, pues, para complacerse en los libros literarios o en los libros del saber, ni tampoco una razón firme para confiar en su ventaja utilitaria.

En consecuencia, toda lectura de El Quijote con el ánimo de propagar la lectura como signo de salvación social no será sino la chusca representación de una función agotada y la teatralización de la impotencia. No se lee por El Quijote, no se lee siquiera por consejo o ejemplo de los padres, se lee cuando el bocado de tiempo que pertenece al libro procura sabrosas y efectivas sensaciones de placer. Sin embargo, para ello no basta cualquier tiempo marginal, contaminado o intersticial, ni tampoco el tiempo urgido o el intervalo fatigado del fin del día. Quienes leemos y leen el libro no se alistan entre quienes se integran más y mejor, sino entre los que añoran ese producto que aprendieron saludablemente a paladear.

¿Escuelas gastronómicas para la lectura? Todas las escuelas gastronómicas se dirigen a acrecentar la variedad de los restaurantes, esos espacios donde efectivamente el mundo joven acude con insólita frecuencia y cuyo disfrute pertenece de pleno derecho a los entretenimientos de esta cultura reinante que atiende, en sus acortados tiempos libres, a las benditas sensaciones del cuerpo y no a los enrevesados ejercicios que a menudo exige la degustación mental.
www.el boomeran.com.
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/leer/elpepisoc/20080426elpepisoc_11/Tes

¿POR QUÉ Y PARA QUÉ LEER?

Leer para ser mejores (Miquel Desclot)


Os presentamos el texto que Miquel Desclot, galardonado con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por su obra "Més musica, mestre!", leyó el 27 de noviembre de 2002 con motivo de la inauguración de la exposición para la campaña de fomento de la lectura del Ministerio de Cultura en la Biblioteca Nacional.
Leer para ser mejores
La mayoría de nuestros antepasados fueron analfabetos. Es verdad. Pero no fueron ignorantes. Ellos, simplemente, disponían de otro sistema de almacenamiento y transmisión del saber. A ellos les bastaba la memoria, que hacía las veces de biblioteca, y la transmisión oral, que hacía las veces de lectura. Y, a su manera, no eran menos sabios que nosotros. A su vez, los niños de aquella sociedad analfabeta, pero no ignorante, estaban en contacto permanente con la literatura de tradición oral, ya fuesen canciones, cuentos o adivinanzas, desde su más tierna edad hasta su madurez. No iban a la escuela, pero heredaban un saber secular. No leían, pero escuchaban la literatura que sabían sus mayores, y jugaban todo el día con las canciones y las fórmulas verbales que les había legado la tribu. En el fondo, eran más literarios que los niños alfabetizados de nuestros días. Eso fue así durante siglos, hasta que la cultura escrita fue extendiéndose y las formas de vida moderna, con todos sus sistemas de memoria artificial, acabaron no hace mucho con la tradición oral. Y los niños perdieron el contacto que con tanta naturalidad habían mantenido hasta entonces con la literatura.
Es aquí, pues, cuando entra en escena la necesidad de una literatura infantil: entre los cuentos y canciones de tradición oral que todavía se cuentan y cantan a los niños más pequeños hasta la narrativa y la poesía que se escribe para los adultos, nuestra sociedad precisa una literatura infantil que llene este vacío y haga posible una transición natural entre ambos extremos.
Este país ha perdido la sabiduría de transmisión oral hace relativamente poco tiempo, pero todavía no la ha substituído por una generalización de la cultura escrita. De hecho, como seguramente sabréis, España es uno de los países con un índice de lectura más bajo de Europa. No es un índice para enorgullecerse, precisamente. Todo el mundo tendría que luchar para modificar de raíz este estado de cosas que debería preocuparnos tanto como el índice de paro laboral o el índice de crecimiento económico. Los escritores, por supuesto, deben contribuir a ese necesario cambio con una aportación literaria de primera calidad, pero también denunciando y combatiendo las carencias culturales de esta sociedad. Todo el mundo tiene su papel a desempeñar en esta campaña imprescindible.
A la lectura se llega por el placer, es cierto. Empezamos a leer por placer, y de hecho sería deseable que ese placer no nos abandonara nunca. Pero llega un momento en que el placer en sí mismo parece insuficiente y hay que plantearse la lectura como una fuente de conocimiento, que a su vez es una nueva fuente de placer. Leer para gozar, leer para conocer, leer para comprender, leer para crecer como ser humano. Eso es dolorosamente necesario en un país donde la lectura todavía parece un lujo prescindible. Un país que no lee es un país inmaduro, un país donde la gente no sabe dialogar porque no sabe comprender, un país donde la gente se echa los trastos a la cabeza por menos de un quítame allá esas pajas.
Es decir, un país a medio civilizar, por más ordenadores per cápita que tenga. Yo os invito a soñar en un país donde la lectura nos lleve a la comprensión y al conocimiento. Es decir, a la verdadera libertad. Un país donde el individuo conozca y respete profundamente al otro: al que no tiene su color de piel, al que no piensa como él, al que no habla como él. Desgraciadamente, este sueño todavía queda lejos, pero nunca hay que desfallecer y renunciar a esa meta final. La triste realidad es que en este país interesa muchísimo más el fútbol que la lectura, muchísimo más Operación Triunfo que lo que ocurre en los distintos parlamentos, muchísimo más lo que pueda declarar una supermodelo que lo que pueda decir un escritor o un pensador. Desgraciadamente, en este país se cometen desaguisados culturales hasta en los lugares donde debería reinar el juicio más ejemplar: en una ciudad de tanta tradición sapiencial como Salamanca todavía se guarda con orgullo un botín de guerra fratricida que debería avergonzarnos a todos sin excepción. Y, sin ir más lejos, en esta mismísima casa venerable que nos acoge, se pretende clasificar la literatura en lengua catalana en tres apartados diferentes, según los autores procedan de una comunidad autónoma u otra: una decisión que, pasando por encima de cualquier criterio científico, sólo se explica por el desconocimiento, el menosprecio y la animosidad (algo así como si la Biblioteca del Museo Británico clasificara a Cervantes como literatura manchega y a Góngora como literatura andaluza).
Por favor, leed y soñad. Para que el conocimiento nos haga verdaderamente libres y civilizados. El día que las bibliotecas estén más solicitadas que los campos de fútbol, que los telediarios dediquen tanto espacio a los libros como a los goles, que nuestros representantes públicos se sienten a hablar y a escuchar civilizadamente sin insultarse ni despreciarse mutuamente, que la juventud prefiera ir al teatro antes que salir a emborracharse, que la mentira y la corrupción sean perseguidas en todas partes, sea quien sea el que las cometa, que los conflictos no se resuelvan a bombazos ni con abusos de poder, aquel día sí podrá decirse con razón que España va bien.
Muñoz Creus, Miguel (verdadero nombre de Miquel Desclot)
Nació en Barcelona en 1952. Estudió Filología Catalana en la Universitat de Barcelona. Animado por sus compañeros y profesores comenzó a escribir sus primeros poemas con los que obtuvo el Premio Amadus Oller en 1971 que supuso el inicio de su carrera literaria, profesión que, entre 1975 y 1992, compaginó con la enseñanza, como profesor del Departamento de Filología Catalana de la Universitat Autónoma de Barcelona, salvo un paréntesis de dos años en la Universidad inglesa de Durham. En 1992 decidió abandonar la enseñanza para dedicarse plenamente a la literatura, en la que cultiva diversos géneros, especialmente la poesía y de manera muy singular la poesía para niños en quienes desea despertar el interés por la misma. Asimismo, su afición por la música le ha llevado a participar en proyectos musicales como 'Paraula de Poeta' en el Teatro LLiure, junto con Josep Pons. Su labor como traductor se ha visto reconocida con diversos premios como el Premi Josep M. de Sagarra de traducción teatral (1985) por la versión de 'Les mamelles de Tirèsies' de Guillaume Apollinaire, el Premio de la Generalitat a la mejor traducción en verso (1988) por la versión de 'Llibres profètics' de Lambeth, I de William Blake y el Premio Nacional de Traducción de literatura infantil (1988) por la obra 'Versos perversos' de Roald Dahl.
http://revistababar.com/web/index.php?option=com_content&task=view&id=33&Itemid=49

LOS DERECHOS DEL LECTOR


Juan Carlos Santaella

En un reciente manifiesto redactado y dado a conocer en el 25o Congreso de la Unión Internacional de Editores, éstos exigen, entre otras cosas, una 'alfabetización real y universal', una 'alfabetización literaria' y 'la desaparición de las barreras para la circulación de los libros'. Estas demandas son razonables y responden a un derecho básico ya previsto en la carta de los Derechos Humanos y en las distintas constituciones nacionales. Sin embargo, olvida este manifiesto que los lectores también poseen derechos inalienables y que así como se exigen escenarios óptimos para la 'cultura de la edición', asimismo deben respetarse ciertos privilegios para los lectores.
Seamos francos: leer no siempre constituye un placer. Entonces, ¿por qué obligar a los niños y a los adolescentes a leer? Sobre todo a leer en términos totalitarios, atendiendo sólo a criterios pedagógicos de dudosa eficacia. Aquel concepto que expresa la teoría pedagógica del oprimido, cabe perfectamente en los afanes esquizofrénicos del perfecto lector. (Así como hay un Manual del perfecto idiota, de enorme éxito editorial, de la misma manera existe un Manual todavía no escrito del perfecto lector idiota). 'Tú, hipócrita lector...', sentenciaba el viejo poeta francés, recordándonos que leer no siempre comporta un acto de revelación, de comprensión, de conocimiento o de amor. Al contrario, leer significa muchas veces enfrentarse al fastidio, a la mediocridad, al lugar común y, como si fuera poco, a la tan proverbial megalomanía de los escritores.
La lectura, en tanto acto de poder represivo, debe ser abolida de un todo. No más lectores idiotas, abúlicos y convencidos de que leer representa un acto trascendental obligatorio, cargado de énfasis culturales y sociales que rayan en la estupidez. Si algo hay que rescatar de la lectura, es el derecho definitivo a no leer una sola línea de nadie. Daniel Pennac en un atrevidísimo libro titulado Como una novela, cuestiona fuertemente las prácticas convencionales de la lectura.
Estudio irreverente, irónico, desmonta todas las conductas malamente aprendidas y relacionadas con el fenómeno de la lectura. 'Queda, dice, por comprender que los libros no han sido escritos para que mi hijo, mi hija, la juventud, los comenten, sino para que, si su corazón los pide, los lean'.
Esta lúcida observación destruye, entre otras grandes imposturas, el viejo asunto de la enseñanza de la literatura y sus tediosos métodos de aprendizaje.
Una educación que suele hacer énfasis en la obligatoriedad de sus premisas pedagógicas, tiene por fuerza que conducir al fracaso. Aquí entramos de lleno en el importante tópico de la libertad y sus conexiones virtuales con la educación. En particular con el objeto que representa el libro, el tema de la libertad tiene que ser abordado con absoluta asertividad. Y ya que estamos hablando de libertad, me permito reproducir, punto por punto, los diez principios claves que Daniel Pennac insiste en llamar Derechos imprescriptibles del lector:

1. El derecho a no leer.
6. El derecho al bovarismo.
2. El derecho a saltarse las páginas.
7. El derecho a leer en cualquier parte.
3. El derecho a no terminar un libro.
8. El derecho a picotear.
4. El derecho a releer.
9. El derecho a leer en voz alta.
5. El derecho a leer cualquier cosa.
10. El derecho a callarnos.

Usted, cansado y maltratado lector, debe elegir.

Brasil sin libros La 5a Feria Internacional del Libro de Caracas, inaugurada el pasado sábado, resulta, como ya es costumbre y tradición, un evento de singular importancia para el país. A pesar de los apremios económicos, Fundalibro ha logrado, por lo menos, darle continuidad a esta gran fiesta del libro. Aún le falta dar un salto verdaderamente internacional, ya que no participan las grandes editoriales que todos desearíamos ver. Valga la siguiente observación: si Brasil es el país invitado de honor a esta feria, ¿por qué su estand luce tan visiblemente precario, de una pobreza editorial que no comprendemos? Tanto su diseño como los escasos libros que allí se exhiben, no complace las expectativas de un país que posee una enorme producción editorial. Algo salió mal, definitivamente. Las editoriales nacionales mejoraron bastante su presentación, no tanto como su oferta en materia de novedades. Uno de los mejores estands es el de Fundarte, cuyo original diseño lo convierte tal vez en el más atractivo de la feria. De los precios de los libros nada qué decir: todos están en las nubes. Salvo pocas excepciones, la gran mayoría son caros. Incluso hay remarcaje de precios en libros que fueron adquiridos por los importadores hace varios años.

LA LECTURA

Si tratamos de analizar las situaciones de lectura cotidiana, se puede comprobar, con facilidad, que todo individuo alfabetizado realiza numerosos actos de lectura, en forma mecánica, desde el momento que se levanta hasta que llega a su primer destino:
- lee la hora en el reloj;
- lee los titulares, los chistes, el pronóstico del tiempo ... en el diario que acaba de levantar de la puerta de su casa;
- lee el nombre de algún producto que consume en el desayuno; - lee las instrucciones de una tostadora nueva;
- lee la síntesis que realizó para su charla en la Universidad;
- lee el título de un libro que lleva para amenizar el viaje;
- lee para revisar una lista de compras que escribió para la vuelta;
- lee la boleta del gas que indefectiblemente debe pagar ese día;
- lee ...
Se podrían sintetizar, entonces, los propósitos de la lectura en:
- leer para obtener información;
- leer para escribir;
- leer para revisar lo que uno ha escrito;
- leer para exponer (y argumentar);
- leer para seguir instrucciones;
- leer para disfrutar, para emocionarse, para recordar ...
Dada la importancia de la lectura en la vida cotidiana, es necesario reflexionar sobre el papel que cumple la escuela en la formación de lectores competentes, y no perder de vista la inclusión de propuestas y de textos que guarden estrecha relación con la realidad, es decir, textos de circulación social.
Y dentro de la escuela no podemos soslayar el rol de lectores que nosotros, como docentes, debemos "mostrar" a los alumnos. Para indagar sobre su "imagen como lector" le proponemos que responda lo siguiente:
¿Me gusta leer?
¿Qué es lo que más me gusta leer?
¿Qué es lo que menos me agrada leer?
¿Para qué leo? (para pasarla bien, para comunicarme, para distraerme, para informarme, para estudiar, para aprender ... )
¿Cuándo leo?
¿Con qué estados de ánimo?
¿Leo sola/o? ¿Leo a otro/s? ¿Leo con otros?
¿Qué siento cuando leo?
¿Cómo leo? (Rápidamente, con tranquilidad, con interrupciones, con música de fondo ... )
Mientras leo, ¿consulto diccionarios u otros libros?
¿Releo? ¿Qué textos? Como lectoras (ávidas, casi "adictas") creemos conveniente cerrar este artículo, recordando las palabras de Umberto Eco:
" ... Pero con el lenguaje, los viejos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego, y contaban lo que había sucedido (o se decía que había sucedido, esta es la función de los mitos) antes de que los jóvenes hubieran nacido (..) Hoy los libros son nuestros viejos. No nos da­mos cuenta, pero nuestra riqueza respecto del analfabeto (o del que, alfabeto, no lee) consiste en que el está viviendo y vivirá sólo su vida y nosotros hemos vivido muchísimas. Recordamos, junto a nuestros juegos de infancia, los de Proust; sufrimos por nuestro amor, pero también por el Plramo y Tisbe; asimilamos algo de la sabiduría de Solón; nos han estremecido ciertas noches de viento en Santa Elena y nos repetimos, junto con la fabula que nos ha contado la abuela, la que había contado Scheherezade. (..) El libro es un seguro de vida, una pequeña anticipación de inmortalidad. .. "(4)

Notas
(1) Sole, Isabel: Estrategias de lectura. Barcelona. Graó. 1993.
(2) Jolibert, Rosette y otros: formar niños lectores de textos. Chile. Hachette. 1992.
(3) Quintero, Nucha y otros: a la hora de leer y escribir textos. Bs. As. Aique. 1993.
(4) Eco, Umberto: por que los libros prolongan la vida. La Nación. 1991.

Graciela Gallelli Norma Salles

¿Cómo Promover la Lectura?


Debemos promocionar la lectura. No como un mandato vacío, no como un habito útil, no como un deber escolar. Sí como un placer, sí como un encuentro con uno mismo, sí como una forma de ejercer la libertad personal, la posibilidad de crecer internamente, de alimentar el poder de la imaginación.
Creo que es a partir de esta reflexión sobre nuestra propia historia como lectores que podemos buscar y encontrar como transmitir la pasión por la lectura. Las técnicas, los modos, los métodos, los programas, los proyectos de promoción deben surgir de aquí, del deseo de que otros lean para ser un poco mas felices, para estar menos solos, para poder trascender las fronteras terribles del tiempo y del espacio. Para aprehender al ser humano a través de la y encontrar todo aquello que nos vincula, que nos permite viajar a otros países, a otros mundos y vivir otras vidas en la nuestra, de lectores.
No creo, finalmente, que haya una formula mágica para promover la lectura. Creo que hay tantas como nuestro verdadero deseo de hacer lectores. Lectores por placer. Lectores de literatura. Lectores creativos.
Hoy mas que nunca, ante este nuevo mandato socio-cultural del estrés y el exitismo, del consumo desenfrenado y el zapping que busca la anulación del espacio para pensar en uno mismo, la lectura placentera adquiere un valor terapéutico para el ser humano al promover un espacio de conexión interna.
De aquello mismo que dijera tan bien al definir la lectura: "es como si al leer no avanzaramos sobre el libro sino sobre nosotros mismos".
Bettina Caron
http://aal.idoneos.com/index.php/Revista/A%C3%B1o_2_Nro._1/Leer_por_placer

LOS CLUBES DE LECTURA

La moda de los clubes. A comienzos del siglo XXI se ha extendido una moda que rompe la tendencia de la lectura en solitario e interiorizada (desde que San Agustín la inventó): la lectura compartida en los clubes de lectura.
Un libro muy emocionante sobre clubes de lectura se llama Leer Lolita en Teherán (El Aleph): Azar Nafisi, profesora de Universidad en la capital iraní, expedientada por negarse a llevar velo, decidió organizar en su casa un grupo de lectura, en el que participaron siete alumnas, que analizó libros de Jane Austen, de Francis Scout Fitzgerald y de Vladimir Nabokov.
Con menor riesgo se realizan en España los clubes de lectura, donde no está prohibido leer a Vladimir Nabokov ni está prohibido leer al Ayatollah Jomeini.
“La experiencia de los clubes de lectura se propaga como la pólvora, señala Eva Puyó, y desde que forma parte de uno no hago más que conocer a más y más gente que también se reúne para comentar acerca de libros y lecturas. La clave de todo ello, creo, es que un libro puede proporcionarnos la excusa perfecta para hablar de cosas de las que a lo mejor, si no, no nos atreveríamos, cono son el amor, la enfermedad, la infidelidad, las frustraciones…En definitiva, para hablar de nosotros mismos.”

Criticar al crítico. Similar a un club de lectura, aunque virtual, es el blog de Vicente Luis Mora, Diario de lecturas (http://vicenteluismora.bitacoras.com): “Es una de las ideas más positivas que he tenido. Me ha permitido cerciorarme de la cantidad de gente que estaba cansad de la crítica literaria convencional, y conocer muchas personas interesadas en temas, como el postmodernismo, con muy poco espacio oficial. Lo único malo es que con lo digital vienen los virus: agentes patógenos que, sin firma, dejen comentarios insultantes o malévolos. Pero todo tiene arreglo. Lo mejor: la posibilidad del lector, o del autor reseñado, de criticar al crítico inmediatamente, y el poder pensar sobre literatura de un modo colectivo y abierto.”

¿LIBROS V.S. MEDIOS?

Manuel Rodríguez Rivero, gran experto en libros y en industria editorial, participó en el Primer Congreso Nacional de la lectura, que se celebró en Extremadura hace unas semanas, y expone aquí sus ideas: “No sé cómo tiene que ser el lector de hoy. Pero sí sé que, si se quiere hacer lectores, más vale que vayamos dejando de lado algunos tópicos de uso abundante. Uno de ellos, profundamente arraigado es que ¿leer es un placer? Con él parece que se intente contraponer el placer frío y escasamente activo que proporcionan los medios audiovisuales, y detener la estampida cotidiana hacia ellos. Leer sólo es un placer más tarde. Lo decía, hace muchos años, el filólogo austriaco Leo Spitzer. Leer es haber leído. Mientras tanto, leer es un aprendizaje no exento de dificultades, desánimos y escollos, sobre todo en una época, como la nuestra, tan rica en estímulos inmediatos. Lo que ocurre es que, cuando se superan los obstáculos de la lectura, el placer que ésta proporciona es cualitativamente distinto: más profundo y memoriable, sin duda. A un muchacho/a de ahora mismo, acostumbrado al tipo de entretenimiento inmediato que proporciona una comedia de situación, un chat o la consola de videojuegos, no se le puede entregar, por ejemplo, La metamorfosis y decirle que proporciona placer. Insultamos su inteligencia y, además, lo alejamos de la lectura.”
http://alectura.educa.aragon.es/refleescric.htm#romeo

LEER ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ?


Reflexiones de ensayistas sobre la lectura



LEER, ¿PARA QUÉ?
Santiago Alba Rico
Rebelión
Manifiesto por la lectura. II Jornada de reflexión sobre la lectura. Cuenca 22 abril 2008.
La necesidad de renovar una y otra vez los llamados a la lectura -de promover, estimular y colorear las letras- revela una doble angustia. Los lectores -primera- sentimos los libros amenazados. Los lectores -segunda- nunca encontramos argumentos convincentes a favor de nuestro vicio. Es verdad que los hombres se han quejado siempre de las inclemencias del tiempo, pero sólo hoy podemos hablar de cambio climático. Es verdad que ya Cicerón se lamentaba de la escasa pasión por la lectura de los jóvenes romanos, pero sólo hoy podemos hablar de un cambio de paradigma. Instrumento de dominio y de liberación, la escritura está en peligro como lugar de construcción y decisión de los destinos humanos. Algunos datos sumarios así lo expresan. Mientras aumenta el número de títulos y las cifras de ventas, disminuye el de lectores efectivos. Mientras se mantiene el analfabetismo real en los países pobres, aumenta el analfabetismo funcional en los países ricos. Mientras se multiplican los medios tecnológicos de registro y archivo de la humanidad, flaquea y agoniza la memoria individual de los humanos. Pocos somos capaces ya de recordar un poema, una canción, una cita de memoria; pocos somos capaces de recordar -como un fuego vivo bajo nuestros pies- los acontecimientos más recientes: la caída del muro de Berlín es para las nuevas generaciones tan antigua, tan inexpresiva, tan irrelevante, como la caída de Roma; incluso la invasión de Iraq es tan remota y está tan desprovista de sentido como la conquista de Granada o las Cruzadas. La Historia ha desaparecido en el instantáneo y sucesivo consumo de imágenes muy intensas, muy solubles, que no dejan más rastro que el apetito de una imagen nueva, de una visualidad ininterrumpida: la mirada se ha convertido en una extensión del sistema digestivo. En estas condiciones, los libros no hace falta ni quemarlos: se descatalogan solos a medida que salen de la imprenta. En estas condiciones, los libros -pobrecitos- no pueden denfenderse a sí mismos. En la mitad pobre del mundo son inalcanzables; en la mitad rica se distinguen ya mal de una chocolatina o de un electrodoméstico. Si queremos salvarlos -junto a los elefantes, los glaciares y los niños- habrá, por tanto, que cuestionarse el modelo en su conjunto. Si queremos salvar a Joyce y a García Lorca -aunque sólo queramos salvar a Joyce y a García Lorca- tendremos que salvar los elefantes; si queremos salvar La Iliada y el Quijote -aunque sólo queramos salvar la Ilíada y el Quijote- tendremos que salvar también los glaciares y los niños.Pero, ¿por qué salvar los libros? ¿Para qué leer? Es verdad que la lectura enseña, pero también enseña cosas erradas o perjudiciales. La lectura libera, pero también ata a prejuicios y sinsentidos. La lectura entretiene, pero es más entretenido el sexo, la montaña rusa o la televisión. La lectura informa, pero también manipula. La lectura hace pensar, pero, ¿quién quiere pensar? La lectura puede cambiar el mundo, pero hoy casi nos conformaríamos con conservarlo. La lectura ayuda a conservar el mundo, pero mucho me temo que no podremos conservarlo sino con las manos y todos juntos. Entonces, ¿para qué leer?El crítico y escritor George Steiner sostiene que precisamente en esta indeterminación -anfibia entre el bien y el mal- radica la fuerza de la literatura. Yo diría que radica más bien en el hecho de que esta indeterminación es absolutamente determinada. Es decir, en que esta indeterminación luce una caperuza roja o una barba azul; o se nos presenta “pequeña, peluda, suave, tan blanda por fuera que se diría toda de algodón”; o parece “verde que te quiero verde”; o tiene cincuenta años y es “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”; o ha nacido en un lugar concreto llamado Macondo. La vida, decía Kafka, es un enigma del que hemos olvidado la clave. Los libros, al contrario, son claves -llaves- cuyo enigma no hemos localizado todavía. Las grandes novelas, los grandes relatos, los buenos poemas, dan respuesta a preguntas que aún no no nos hemos hecho, que todavía no hemos encontrado. La vida es un cuaderno de ejercicios; los vamos haciendo sin saber jamás si hemos dado o no con la solución justa. Frente a ella, los buenos libros proporcionan siempre soluciones justas -precisísimas- a problemas que luego hay que reconocer y plantear. Sabemos que está ahí la solución, pero no sabemos cuál es ni a qué dilema responde. Sabemos, en todo caso, que se trata de problemas radicales y generales cuya solución es una flor concreta de retama agarrada a la falda del Etna, una niña concreta que quiere tocar el violín y acaba trabajando de cajera en unos almacenes, un pirata concreto con una pata de palo concreta y un loro concreto posado en el hombro; o una concreta mañana de mayo en que un viejo lama concreto llega a la concreta ciudad de Lahore. Cada vez que leemos a Leopardi o a Carson McCullers o a Stevenson o a Kipling nos embarga la certidumbre maravillosa de haber llegado a alguna parte, aunque no sepamos a dónde, y de haber resuelto alguna adivinanza, aunque no sepamos cuál. El enigma de una solución concreta -una flor concreta, una niña concreta, un pirata concreto, un lama concreto- es que no sabemos a qué enigma responde. Por eso, la maravillosa satisfacción, la apaciguadora certidumbre de los buenos libros va acompañada enseguida de una insatisfacción no menos intensa: porque una clave sin enigma es un nuevo enigma cuya solución habrá que buscar en un nuevo libro. De ahí que leer sea tan peligroso; empezar es azaroso, imprevisible, incoercible; terminar es imposible. Hay un cuentecito en el que un sabio oriental trata de concentrar toda la sabiduría humana en una página, luego en una frase, por fin en una palabra; y acaba por sumirse en el silencio e imponer silencio a todo el mundo. Hay escritores que sueñan con escribir el último libro, el libro definitivo, el libro después del cual ya no habrá que leer más libros. Y están las religiones llamadas del Libro, que consideran que la Biblia o el Corán vuelven ociosos o redundantes todos los libros y que, a fuerza de imponer la lectura de un solo libro, acaban por impedir precisamente la lectura. El monoteismo, el monobiblismo, es el silencio del mundo antes del big-bang de la creación.La lectura no tiene fin porque se compone de muchos comienzos y sólo podemos comenzar algunos de ellos antes de que nuestra vida termine. No es un proceso, como la reproducción de la vida o la acumulación de riqueza, sino una sucesión, sí, de paradas y comienzos (como el recorrido de un tren o la línea de un autobús). Sólo los niños muy pequeños, los militares y los capitalistas cuentan los números. Las cosas finitas, los hombres concretos, son incontables. Por eso no los contamos sino que los contamos. No hacemos cuentas con ellos sino cuentos. Por eso, al mismo tiempo, la literatura es lo contrario de la tecnología: podemos decir que el ordenador ha suprimido la máquina de escribir, pero no que Coetzee ha suprimido a Balzac o Roberto Bolaño a Dickens. En todos ellos encontramos por igual la emoción alboral de ese nuevo comienzo contenido en el había una vez de los relatos: el placer cardinal, el suspense local -localizador- de que haya algo en lugar de nada (o de yo mismo); la excitación subracional de que ocurran cosas que no hemos decidido nosotros y que pueden cambiar una vida concreta en un espacio concreto -quizás también nuestra vida y nuestro espacio.Pero, ¿quién puede querer dedicar su vida -un solo minuto de su vida- a acumular soluciones para las que hay que buscar luego un enigma? ¿A encadenar respuestas a las que aún les falta la pregunta? Cualquier ser humano que tenga problemas; es decir, cualquier ser humano digno de ese nombre.¿Y quién puede querer concentrar su atención -un solo minuto de atención- en un terreno en el que hay innovaciones y descubrimientos pero no progreso? Cualquier ser humano que tenga antepasados; es decir, cualquier ser humano digno de ese nombre. Entonces, ¿para qué leer? Marcel Proust escribía que, de la misma forma que no percibimos la rotación de la tierra, tampoco percibimos el paso del tiempo y que las novelas son por eso -y la suya más que ninguna otra- relojes paradójicos que, al acelerar el tiempo, lo introducen allí donde habitualmente no sentimos su movimiento. Se dirá que no tenemos tiempo para la lectura. Pero esto es como decir que no tenemos tiempo para el tiempo; que no tenemos tiempo para la duración. Tenemos tiempo, en cambio, para ignorarlo durante horas, para abolirlo ilusoriamente durante días; para despreciarlo durante toda una vida. Tenemos tiempo para ir a Australia, pero no para llegar hasta la cocina o hasta la casa de enfrente; tenemos tiempo para fotografiar un millón de veces las Pirámides, pero no para levantar en la playa un castillo de arena; tenemos tiempo para dar la vuelta al mundo en una pantalla, pero no para pelar una patata. Tenemos, claro, ese minuto que basta para la destrucción de un mundo, pero ya no los siete días que hacen falta para crear uno. Tenemos tiempo, en fin, para la digestión y para la televisión, pero no para la duración. Los libros no quitan sino que dan tiempo, nos devuelven el tiempo; nos devuelven precisamente el tiempo geológico que necesitan las montañas para formarse, los niños para crecer, la atención para fijar la mirada, las manos para prestar cuidados, la lengua para conservar su riqueza, los cuerpos para conocerse, la inteligencia y la imaginación para interesarse por un objeto o un ser humano concretos. En ese tiempo -que el reloj del relato nos restituye y que es el tiempo propiamente humano- pueden ocurrir cosas terribles. Pero sin ese tiempo, las buenas, las mejores, aquellas de las que dependen la salvación de los elefantes, los niños y los glaciares, son imposibles. El problema hoy no es el desprecio por la realidad sino el desprecio por el relato, la degradación de esa trabajada ficción -aprendizaje del tiempo- desde la que hemos venido juzgando durante los últimos siglos la consistencia real del mundo exterior. Se puede leer y abandonar a los propios hijos; se puede leer y conquistar a sangre y fuego otro país; se puede leer y colaborar en un genocidio. Pero, ¿cómo va a impresionarnos la muerte de Aischa y Omar en Bagdad si no nos impresiona la muerte de Jo en Casa Desolada? ¿Cómo va a afectarnos el dolor de los palestinos si no nos afecta el de los liliputienses? ¿Cómo vamos a interesarnos por el destino de la humanidad si no nos interesamos por el de los unicornios o el de los mulefas?De la misma manera que ningún argumento de un ateo sensato podrá jamás persuadir a un fanático religioso para que use la razón, tampoco ningún argumento a favor de la lectura podrá jamás persuadir a un fanático fugitivo del tiempo, disuelto en sus imágenes intensas, para que lea a Stendhal, a Jack London o a Proust. Creo que en un mundo menos injusto habría más gente razonable; y creo que en un mundo más lento la lectura tendría aún una oportunidad. La justicia y la lentitud habrá que defenderlas a la intemperie.
Entre tanto, por misteriosas razones que tienen que ver con el fracaso parcial de la lógica en los cuerpos concretos, siguen siendo posibles, como en los cuentos, las conversiones: bajo el contacto de un beso inesperado -un aburrimiento desarmado, un maestro heroico, un revés movilizador- algunas ranas se convierten todavía a la conciencia y a la literatura. Por eso, aunque sea en las catacumbas, tenemos que seguir pronunciando en voz alta el nombre de la justicia y la libertad: por eso, aunque sea en las catacumbas, tenemos que seguir pronunciando en voz alta los títulos de nuestras obras preferidas. Para salvar los elefantes, los glaciares y los niños -si conseguimos salvar los elefantes, los glaciares y los niños- estas palabras y estos libros nos serán indispensables.

Constantino BÉRTOLO
Aun sin ánimo alguno de hacer Historia parece evidente que nunca la lectura ha gozado de tan unánime encomio en nuestro país. Y en tal loa se aúnan aquellas instancias sobre las que tradicionalmente ha recaído el juicio sobre la actividad de leer –la escuela, la Iglesia, el Estado-, los sectores histórica e intrínsecamente interesados –lo que bien podríamos llamar la intelligentzia cultural del país- y, muy recientemente, pero con gran ímpetu, lo que podemos llamar la inteligencia mercantil: la industria del ocio y sus servicios adyacentes. No deja de ser curioso que el énfasis social del encomio recaiga sobre la actividad tomada en abstracto: leer, sin apenas ninguna referencia concreta acerca de qué leer, su por qué o su para qué. Los argumentos para el fomento de la lectura –lectura de textos literarios- son múltiples y variados paro a grandes trazos se pueden agrupar bajo tres rótulos: la lectura como medio de entretenimiento, la lectura como conocimiento y la lectura como vehículo de cultura. Leer para entretenerse es un argumento que se utiliza con énfasis de evidencia: leo para entretenerme. Sin embargo, las dificultades comienzan cuando se trata de buscar qué hay debajo de ese entretenerse. Si consultamos el diccionario de la Real Academia veremos que en la salida del término se encuentran las siguientes acepciones: “Distraer a alguien impidiéndole hacer algo. 2. Hacer menos molesta y más llevadera una cosa. 3. Divertir, recrear el ánimo de uno. 4. Dar largas, con pretextos, al despacho de un negocio”. Como vemos, en la primera y la cuarta acepción subyace una conciencia difusa de que leer no es un quehacer, sino todo lo contrario: un dejar de hacer. Por recrear el ánimo debe entenderse la acción de lograr que éste se sienta satisfecho consigo mismo. Divertir, en ese sentido, sería alcanzar el contentamiento propio. Lo cual presupone un descontento anterior, una carencia. De lo hasta aquí expuesto se desprende que quienes, por mor de entretenimiento, nos incitan a la lectura, o bien quieren que dejemos de hacer aquello que tenemos que hacer, o bien, conscientes de algún descontento que nos atenaza, desean que satisfagamos nuestra carencia con un sucedáneo: la lectura, fomentando así la irresponsabilidad y el autoengaño. Si volvemos a ese entretenerse como hacer menos molesta y más llevadera una cosa, cabría pensar si esa cosa es una tarea (trabajar ocho horas en una oficina), una situación (el desamor, el paro) o una condición (la mortalidad del hombre), y sólo en función de que esa tarea fuera buena (encaminada al bien común), esa situación inevitable e involuntaria y esa condición irreductible, podríamos decir que ese entretener sería deseable. En cualquier caso, lo que se nos estaría proponiendo so capa de entretenimiento es lo que en castellano recto deberíamos llamar falso consuelo. Irresponsabilidad, autoengaño y falso consuelo no parecen argumentos muy válidos para una defensa de la lectura. Pero supongamos –y alejemos así cualquier acusación de calvinismo- que, dada la frágil condición humana, pueda ser bueno para el hombre poder en alguna ocasión ser irresponsable (descansar de la seriedad), o autoengañarse (descansar de uno mismo), o darse falso consuelo (en medio de un pasar del tiempo que pasar hacia la muerte). Desde tal suposición –que por conveniencia o convencimiento parece estar muy extendida- ese entretenerse recobra cierta validez, pero no deja por eso de enseñar sus insuficiencias. Porque: ¿qué es lo entretenido? Y en el caso que nos atañe: ¿qué lectura, de qué libro, es la más entretenida? Lo entretenido es una cuestión de preferencias, y, por tanto, si las instancias y grupos sociales que abanderan ese fomento abstracto de la actividad de leer no definen preferencias –lean esto mejor que lo otro-, lo único que están fomentando es el todo vale y el arréglatelas como puedas. Y lo malo del todo vale es que lo que en verdad encubre es que no todo vale lo mismo, que lo que más vale es lo que más se hace valer, es decir, lo que más se promociona. Entretenerse escondería así su verdadero rostro: la aceptación de los valores dominantes. La lectura como medio de conocimiento constituye otro de los grandes ejes de la argumentación a favor de la lectura. Por medio de ella, se argumenta, conocemos mundos y vidas a los que no podríamos tener acceso de otra forma. Es evidente que la lectura puede proporcionar esquemas o pautas para el conocimiento de los mecanismos de las relaciones humanas, la creación, manipulación y uso de los sentimientos, o para el análisis de las relaciones de poder dentro de una sociedad, Aunque también es evidente que la validez de tales conocimientos estará en función de la calidad de los textos leídos, de ahí que la defensa de la lectura por la lectura –sin especificar criterios o títulos concretos- no deja de ser un eslogan confusionista. Se podrá alegar que en cualquier caso todas las lecturas enseñan, que en todas las lecturas se incorporan conocimientos y que desde ese entendimiento no hay lectura mala. Tal postura responde a un concepto cuantitativo –economicista en el fondo- del conocer que ignora o niega que el conocer humano es un conocer para la acción y que la bondad de toda acción viene determinada por su sentido. La tercera línea de argumentación a la que se acude para ese encomio de la lectura del que venimos hablando reside en su entendimiento como instrumento de acceso a la cultura, y por eso convendría delimitar el contenido de tan evasivo término. Al menos hasta el siglo XVII cultura era el nombre de un proceso: la cultura (cultivo) de algo: de la tierra, de los animales, de la mente. En el siglo de la Ilustración, y a través de un proceso de contaminación en el que ocupa un papel relevante la aparición del término civilización, la cultura pasó a describir un estado, un estadio en el desarrollo humano y así había personas cultas o incultas del mismo modo que había países civilizados y países salvajes o no civilizados. Pasó así a ser algo conmensurable desde el punto de vista cuantitativo: se tenía mucha, poca o ninguna cultura. L cultura ya no era, por tanto, el proceso de cultivo y cuidado de las facultades humanas –la imaginación, la prudencia, la inteligencia- sino un resultado, es decir, un “capital”, una suma de bienes conmensurables y, por tanto, factibles de ser mercantilizados, al modo que hoy se habla, por ejemplo, de la necesidad de contar con “una cultura empresarial”. Cierto que el romanticismo introdujo, a modo de contrarréplica, una propuesta semántica diferente para el concepto de cultura. Frente a esa cultura como algo “exterior”, el movimiento romántico propuso un entendimiento de la cultura como un proceso de desarrollo “interior”, o “espiritual”, o “íntimo”. Acceder a la cultura seria, por tanto, conocer aquello que hay que conocer (la cultura como conocimientos) y sentir aquello que hay que sentir (la cultura como vida interior). Desde esta perspectiva, el encomio de la lectura en cuanto vía de acceso a la cultura lo que traduce es una doble imposición social: lo que hay que leer –sentir- en lo que se lee. La primera imposición reflejaría la pertinencia ilustrada, mientras que la segunda recogería la pertinencia romántica. Lo curioso es que el encomio general de la lectura del que venimos hablando escamotea la necesidad de pronunciarse sobre una u otra cuestión –qué leer, qué sentir- y en aras de una pretendida neutralidad deja la contestación a ambas preguntas en manos del mercado cultural, en manos de lo que hay, y su aparente no-imposición se revela así como una imposición sumamente eficaz en cuanto que tira la piedra y esconde la mano. La mano invisible.
*Constantino Bértolo es crítico, ensayista y editor literario.
LA LECTURA: EMOCIÓN DEL DESCUBRIMIENTO
José Mª LATORRE
[...] No envidio la edad de los más jóvenes; tampoco el futuro de la llamada realidad virtual, ni la gigantesca oferta de que disponen hoy en lo que se refiere a arte y espectáculos. No, lo único que envidio es el hecho de que algunos de ellos, los que son y van a ser lectores –para mí los más afortunados- descubran el placer que les aguarda con la lectura de algunas novelas a las que debo algunos de los mejores momentos de mi infancia y de mi adolescencia y que nunca volverá a ser mío; les envidio la emoción del descubrimiento que les va a deparar la lectura de novelas como:
El perro de Baskerville, La isla del tesoro, El señor de Ballantree, La flecha negra, Las aventuras de David Balfour, El mundo perdido, El extraño caso de Dr. JeKyll y Mr. Hyde, Las travesuras de Guillermo, La llamada de la selva, El lobo de mar, Colmillo blanco, El caso de Charles Dexter Ward, Las aventuras de Arturo Gordon Pym, La montaña de luz, El león de Damasco, Los tigres de Malasia, El buque maldito, La soberana del campo de oro, El rey de los cangrejos, Los cazadores de cabezas, Los cazadores de cabelleras, El libro de la selva, Los hijos del Capitán Grant, Dos años de vacaciones, La isla misteriosa, Miguel Strogoff, Viaje al centro de la Tierra, La guerra de los mundos, La isla del doctor Moreau, El hombre invisible, Drácula, Frankestein, Beau Geste, Las cuatro plumas, Tarzán de los monos, El Valle de los brontosaurios, Las minas del rey Salomón, Ella, Moonfleet, La montaña d oro, El último mohicano, El fantasma de la Ópera, Scaramouche, El capitán Blood, Las mil y una noches, Las aventuras de Tom Sawyer, Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, Los hermanos corsos, Moby Dick, Los viajes de Gulliver, El hombre que ríe, Las almas muertas, Ivanhoe, El talismán
La lista sería interminable, sobre todo si desplazamos el acento y la mirada hacia otros ámbitos, seguro de quien lea una cualquiera de estas novelas ya será lector para siempre. Y envidio esos descubrimientos –que, insisto, ya no podrán ser míos, pues sólo se descubre una vez: después es una relectura– porque sé que, por más que las sensaciones de los nuevos lectores se parezcan a las que yo tuve, nunca serán las mismas: cada lector es diferente: cada descripción es recreada de forma distinta por cada lector: cada aventura es vivida de otra forma por cada persona. Esa es la realidad virtual que yo recomiendo a todos los alumnos, una aventura siempre nueva.*Extraído de Invitación a la lectura (1985-1995)
¿Por qué leer?
Harold Bloom
[En: Letra internacional 67, verano 2000, pp. 4-8]
Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio. Se puede leer meramente para pasar el rato o por necesidad, pero, al final, se acabará leyendo contra reloj. Acaso los lectores de la Biblia, los que por sí mismos buscan en ella la verdad, ejemplifiquen la necesidad con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio definitivo es universal.
Para mí, la lectura como a una praxis personal, más que una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, aunque se realice en una biblioteca universitaria. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es Samuel Johnson, que comprendió y expuso tanto los efectos como las limitaciones del hábito de leer. Éste, al igual que todas las actividades de la mente, debía satisfacer la principal preocupación de Johnson, que era la preocupación por "aquello que sentimos próximo a nosotros, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson quisiera añadir otro sabio lector, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que la naturaleza que los escribió es la misma que los lee". Permítanme fundir a Bacon, Johnson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, en aquello que sintamos próximo a nosotros, aquello que podamos usar para sopesar y reflexionar, y que nos llene de la convicción de compartir una naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos, esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y luego deja que él te encuentre. Si te encuentra El rey Lear, sopesa y considera la naturaleza que comparte contigo, lo próximo que lo sientes de ti. No considero esta actitud que propugno idealista, sino pragmática. Utilizar esta tragedia como queja contra el patriarcado es dejar de lado los propios intereses primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; esto no es tan irónico como parece. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones y, más que ningún otro, sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que conoces como patriarcado.
En definitiva leemos –algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus universitario, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. No se puede mejorar de forma directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo por menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza de la sociedad, que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.
Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces se revive el placer de leer que se sintió en la juventud, cuando los libros eran un deleite hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más contundentes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y, sin embargo, no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tener que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura. Esta situación sólo se puede solucionar recurriendo a alguna versión del elitismo y, por buenas o malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, quienes practican la lectura personal, jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a esos lectores que leen por sí mismos y no por unos intereses que, supuestamente, trascienden la propia personalidad.
En la literatura como en la vida, el mérito está muy relacionado con lo idiosincrásico, con esas superfluidades que hacen que empiece a captarse el sentido de lo escrito. No es casual que los historicistas -críticos que creen que todos estamos inexorablemente condicionados por la historia de la sociedad- consideren que los personajes literarios son meros signos en una página. Si no pensamos por nosotros mismos, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Así pues, voy a enunciar el primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, un principio que me apropio de Samuel Johnson: Límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales. Dado que las universidades han potenciado expresiones como "sexo y sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: Límpiate la mente de tópicos pseudointelectuales. Una cultura universitaria en que la apreciación de la ropa interior de las mujeres victorianas sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning recuerda las vitriólicas sátiras de Nathanael West, pero no es más que la norma.Una consecuencia involuntaria de esa «poética cultural» es que no puede surgir un nuevo Nathanael West, pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia. Los poemas de nuestra tradicción cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Nuestros nuevos materialistas nos dicen que han cuperado el cuerpo para el historicismo y afirman obrar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente será aniquilada por la muerte del cuerpo, pero para esto poco se necesitan los hurras de una secta pseudointelectual.
Límpiate la mente de tópicos conduce al segundo principio de renovación de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees. El fortalecimiento de la propia personalidad es ya un proyecto considerable para la mente y el espíritu de cada cual: no existe una ética de la lectura. Hasta que haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, que forzosamente se restará a la lectura. El historicismo, tanto orientado al pasado como al presente, es una especie de idolatría, una devoción obsesiva a lo puramente temporal. Leamos, entonces, iluminados por esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás. Cuando leo las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, por lo general me conmuevo tanto que no puedo responderlas. Su páthos, para mí, radica en que a menudo dejan traslucir un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores grandes, a los hombres y mujeres representativos, es decir, que sirven de ejemplo y de modelo.
La función -olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El intelectual americano», discurso en el que, acerca de los deberes del intelectual, Emerson dice: «Pueden considerarse parte de la confianza en uno mismo». Tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, la llamé en cierta ocasión «mala lectura», expresión que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La inanidad o la vaciedad que perciben cuando leen un poema sólo está en sus ojos. La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en al estratosfera y en otros mundos, si llegamos hasta allí. No se trata de una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo de este libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de egoísmo, pero esta cualidad no es más que una metáfora para indicar que aquello que realmente distingue a Shakespeare, que es, en definitiva, una tremenda capacidad de comprensión. Con frecuencia, aunqueno siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para la renovación de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente cuando dice una cosa quiere decir otra, a menudo diametralmente opuesta. Pero, al enunciar el quinto principio –la postrada esperanza de recuperar la ironía–, me siento próximo a la desesperación, porque enseñar a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de tabla en tablacon paso lento y prudente.Sentía en derredor las estrellas,en torno a mis pies el mar.Sabía que quizá la siguientefuera la pisada final.Y anduve con ese precario pasoque algunos llaman expeciencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero, a menos que nos disciplinen, todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede comprenderse a Dickinson, maestra de lo sublime precario, si no se aprecia su ironía. Va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace que siente «en derredor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «la pisada final» le confiere ese «precario paso» al que no da nombre, aunque «algunos lo llaman experiencia». Dickinson había leído "Experiencia", el ensayo de Emerson -una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne, su maestro- y su ironía es una respuesta amable al planteamiento inicial de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie de acontecimientos cuyos extremos desconocemos y que, según creemos, no los tiene». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pisada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que no nos lo dijera!» La consiguiente imagen poética de Emerson difiere de la de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en la manera de asumirla. En el dominio de la experiencia de Emerson «todas las cosas se difimunan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, los dos son sinceros, y en los efectos rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pisada final, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la de una edad literaria lo sea también de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico no sólo se habrá perdido lo que llamamos «literatura de invención» sino bastante más. Ya parece haberse perdido Thomas Mann, el más irónico de los grandes escritores del siglo XX. Se han publicado nuevas biografías suyas preocupadas, sobre todo, por probar su supuesta homosexualidad, como si la única forma de demostrar que aún tiene cierto interés para nosotros fuera certificar su condición de gay y darle así un lugar en los planes de estudios universitarios. De hecho, es lo mismo que estudiar a Shakespeare fundamentalmente por su supuesta bisexualidad; los caprichos del contrapuritanismo vigente se diría que no tienen límite. Aunque las ironías de Shakespeare, como cabe esperar de él, son las más amplias y dialécticas de la literatura occidental, no siempre nos transmiten las pasiones de sus personajes a causa de la vastedad e intensidad de sus registros emocionales. Por consiguiente, sobrevivirá a nuestra época: perderemos sus ironías, pero nos quedará el resto de su obra. Sin embargo, en el caso de Thomas Mann todas las emociones, narrativas o dramáticas, nos son transmitidas mediante un irónico esteticismo; de ahí que dar una clase sobre La muerte en Venecia o Unordnung und frühes Leid a la mayor parte de los estudiantes de nuestras universidades, incluso a los más dotados, sea una tarea casi imposible. Cuando los autores son dejados en el olvido por la historia, decimos acertadamente que sus obras son «propias de su época», pero creo que nos encontramos ante un fenómeno muy diferente cuando la causa de que hayan sido olvidados es la ideología historicista.
La ironía exige una amplia dosis de atención y la capacidad de albergar mentalmente en un momento dado doctrinas antitéticas, o que incluso choquen entre sí. Si la lectura es despojada de la ironía, pierde inmediatamente su carácter disciplinar y su capacidad de sorprender. Pregúntate qué es aquello que sientes próximo a ti, aquello que puedes usar para sopesar y meditar, y lo más probable es que te respondas: la ironía, incluso si muchos de tus maestros no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de los tópicos pseudointelectuales de los ideólogos y te ayudará a ser un intelectual que ilumine a los demás como una vela.
Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable. No sé si Dios o la naturaleza tienen derecho a exigir nuestra muerte, aunque es ley de vida que llegue nuestra hora, pero estoy seguro de que nada ni nadie, cualquiera que sea el colectivo que pretenda representar o intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad.
Como durante medio siglo mi lector ideal ha sido Samuel Johnson, reproduzco mi pasaje favorito del prefacio con que encabecé su edición de las obras teatrales de Shakespeare:
Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño formarse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con todo el ser. Tengamos las convicciones que tengamos, somos algo más que una ideología; y Shakespeare tanto más nos habla cuanto mayor es la parte de nosotros que somos capaces de llevar hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee mejor de lo que podemos leerlo, aun después de habernos limpiado la mente de tópicos. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos exhorta a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítaseme ir más allá de Johnson y hacer hincapié en que debemos reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es el aserto de que tener personalidad propia es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, y el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
En cualquier caso, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la alabanza de las muchas personas capaces de leer de forma personal con las que me voy encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendida en el más puro sentido judío de «vida más plena en un tiempo sin límites». Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas.
Sin embargo, el motivo más fuerte y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector el que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos «enamorarse». Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar.
A leer profundamente, ni para creer, ni para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse uno mismo: no es posible encender una vela que dé luz a alguien más.

martes, 9 de diciembre de 2008

A LÁPIZ,



Enrique López Aguilar
(Des)orden en la biblioteca
Se compra un libro por primera vez en la vida y no se sabe qué es lo que ocurrirá después (de antes, sí: se habrán leído libros prestados antes de llegar al punto en que Uno decide, con algo de dinero, buena voluntad y un título en la cabeza, que ha llegado el momento). Para el caso mexicano me refiero a quienes poseen el hábito de la lectura, no a quienes compran por obligación un “libro de texto” que terminará arrumbado junto con los trebejos inútiles, no bien se hayan hojeado las pocas páginas que interesan para aprobar un inextricable curso escolar.
Después vendrá el deseo de seguir comprando libros, aunque no se piense en el proyecto de fundar una biblioteca, la cual se irá construyendo –inadvertidamente, mas con perseverancia– no bien se llegue al módico censo de los primeros cincuenta ejemplares. ¿Dónde guardarlos? ¿Cómo organizarlos? Y esas preguntas llevarán al novel coleccionista a encrucijadas cuyos caminos todavía le son borrosos. Así, por ejemplo, puede enterarse de que Gabriel Zaid considera que el número humanamente posible para una biblioteca personal es de mil ejemplares, y de que cuando un libro nuevo llega a casa elige otro para regalarlo y no alterar la cifra inamovible. O puede sorprenderse ante el descubrimiento de que Borges, ese gran lector, tenía una módica biblioteca que cabía en los estantes de un pequeño librero, allá en su departamento de la calle México, en Buenos Aires. ¿Y qué decir de una de las muchas cosas que se inventan de García Márquez? Que no tiene una biblioteca, en sentido estricto, pues ésta se forma, desaparece y renueva con el paso de los años: puede leer un buen libro durante un vuelo, y dejarlo olvidado en el asiento del avión. Y, contra los ejemplos anteriores, se suma el de José Emilio Pacheco, quien ha permitido que su casa se convierta en una biblioteca donde los libros viven afuera de los estantes y pululan en corredores, junto a los muebles y bajo las mesas, como si tuvieran la capacidad de animarse durante las noches para copular y procrear nuevas criaturas librescas con el paso de las estaciones.
El bibliotecario, Arcimboldo
Todo eso está muy bien y cada cabeza es un mundo, aunque hacer una biblioteca supera el hábito del coleccionismo y tiene más que ver con el amor por los libros y el disfrute que se tiene por lo que se ha leído, o con la certeza de que hay títulos que se van a consultar con el paso del tiempo, o con la buena intención de que algunos de ellos se leerán “más adelante”. Lo cual me lleva de la mano a cavilar acerca de un asunto crucial: ¿cómo ordenar ese poblado libresco para que, en efecto, las consultas sean expeditas, los libros predilectos estén donde se espera o se tenga la certeza del lugar donde se halla el preciso título de algo no leído hace años? (A veces ocurre que, por inadvertencia, se descubren obras repetidas en los anaqueles, claro indicio de que Uno ha olvidado que ese libro ya estaba comprado o, peor aún, que ya había sido leído.)
¿Cómo ordenar la biblioteca personal? Hay quienes se declaran partidarios del estricto orden alfabético de los autores, sin preocuparse por las colindancias ni por las vecindades, si bien se corre el riesgo de olvidar quién fue el autor de aquella Antología de la poesía italiana, publicada por la unam , y no saber dónde encontrarla; hay quienes prefieren el ordenamiento por géneros o temas, lo cual siempre supone la posibilidad de que la taxonomía elegida sea completamente inadecuada o ambigua (¿los argumentos de las óperas de Wagner deben estar en “música”, en “ópera”, en “teatro”, en “literatura alemana”, en “literatura fantástica”, o en “literatura maravillosa”?); no faltan los partidarios de la acumulación por colecciones, por editoriales, por tamaños, o por vistosidad, aunque estos coleccionistas podrían llegar a ser sospechosos de nunca haber leído lo que presumen sus ordenados anaqueles.
Detrás de las bibliotecas siempre merodea el riesgo del desorden, consistente en adquirir libros e irlos poniendo por ahí con la certeza de que “el próximo sábado me pongo a hacer talacha para organizar este desmadre”, independientemente del régimen taxonómico elegido para dar orden a la pululación de los ejemplares impresos. Pero, junto con el sábado, llega la promesa de comer en casa de unos amigos, ni modo que me ponga a acomodar libros ese día… Y, así, hasta el momento de ordenar la biblioteca, cuando eso supone la inversión de varios días.
Uno compra su primer libro y, sin darse cuenta, ya está haciendo un contrato con su biblioteca del futuro, con seres proliferantes.


sábado, 6 de diciembre de 2008

LIBRO:El Saqueo Cultural de América Latina


Fernando Báez presenta su obra El Saqueo Cultural de América Latina.
El libro más reciente del Director General de la Biblioteca Nacional de Venezuela completa una trilogía, dedicada a ofrecer una crónica universal acerca del memoricidio cultural.
Prensa Web RNV/BNV 5 Diciembre 2008,.
La Biblioteca Nacional de Venezuela y Random House Mondadori invitan, este martes 09 de diciembre a las 7:30 pm, a la presentación del libro El Saqueo Cultural de América Latina, de la Conquista a la Globalización, del escritor Fernando Báez, evento que se realizará en la Librería Alejandría 1, en la urbanización Las Mercedes de Caracas.
La obra, editada por Debate a principios de este año en México, constituye un riguroso análisis del expolio del que han sido objeto las riquezas culturales de América Latina a lo largo de la historia, desde la llegada de los imperios europeos a estas tierras en el siglo XV, hasta el presente, cuando el saqueo de los asentamientos arqueológicos y el tráfico ilegal de obras representativas de nuestra cultura sigue siendo una realidad inocultable.En el libro se revela que más de la mitad del legado precolombino se encuentra en Europa, en los museos de diversas naciones y en colecciones de empresas o de particulares. El autor relata como "desapareció el 60% de nuestra memoria latinoamericana, pasando por la demolición de monumentos y edificios religiosos y políticos, la pérdida de tradiciones orales y musicales, las cartas desaparecidas de Bolívar y San Martín, la censura y autos de fe de las dictaduras del siglo XX".Fernando Báez es el director general de la Biblioteca Nacional de Venezuela desde abril de 2008. Posee una celebrada obra ensayística traducida a 12 idiomas, que lo hace el escritor venezolano contemporáneo más leído en el exterior, con títulos dedicados principalmente a ofrecer una crónica acerca del "memoricidio cultural", patente en Historia Universal de la Destrucción de los Libros (libro de texto en 18 universidades de España, con 250 mil ejemplares vendidos y ganador del Premio Nacional del Libro de Brasil 2007) y La Destrucción Cultural de Irak (prologado por Noam Chomsky).Con El Saqueo Cultural de América Latina, de la Conquista a la Globalización, Báez completa una trilogía que constituye un aporte fundamental al estudio de cómo los imperios, a lo largo de la historia, han usado la destrucción y sustitución de los símbolos culturales, como una forma de dominación y sometimiento de otras naciones.

-- REENVIAR ES INFORMAR, INFORMAR ES FORMARFORMAR ES ENSEÑARENSEÑAR ES SOÑAR CON UN MUNDO MEJOR.

jueves, 4 de diciembre de 2008

LAS MIL CARAS DE SIQUEIROS




Ángeles González Gamio
En la calle de Tres Picos número 29, en Polanco, se encuentra una casa que tiene todo el carácter de la arquitectura de los años 50 del pasado siglo. Aquí vivió y trabajó durante varios años David Alfaro Siqueiros, en compañía de su esposa, Angélica Arenal. En 1969 decidió convertirla en Sala de Arte Público, que más tarde llevaría su nombre.

Actualmente muestra una exposición que busca acercar al público los murales que Siqueiros realizó en diversas latitudes, su historia y la influencia que dichos trabajos ejercieron entre sus colaboradores y en el ámbito de la pintura mural posterior a su muerte.

La figura de Siqueiros es fascinante, no sólo como artista, ya que paralelamente fue un incansable luchador social, perseguido y encarcelado por sus ideas y acciones políticas.

Vamos a mencionar algunos hechos biográficos sobresalientes que lo pintan de cuerpo entero. Nació en 1896 en Santa Rosalía, hoy Ciudad Camargo, Chihuahua. En 1911 Ingresó a la Academia de San Carlos. Participó en la huelga estudiantil en contra de los antiguos métodos académicos. En 1913 se incorporó a las fuerzas revolucionarias que dirigía Venustiano Carranza. Cuatro años después alcanzó el grado de capitán segundo.

En 1919 se casó con Graciela Amador y viajó a Europa con un nombramiento diplomático militar. En 1922 regresó a México para unirse al que posteriormente fue llamado el Movimiento Muralista Mexicano y pintó su primer mural en el antiguo Colegio de San Ildefonso. Un año más tarde ingresó al Partido Comunista Mexicano y fundó el Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores. En 1926 conoció a la poetisa uruguaya Blanca Luz Brum, quien sería su segunda esposa.

Cuatro años después fue expulsado del Partido Comunista Mexicano por indisciplina. Fue aprehendido y recluido seis meses en la penitenciaría de la ciudad de México y después arraigado en Taxco, Guerrero, donde realizó obra pictórica. Siempre rebelde, violó el arraigo, por lo que recibió la sugerencia de abandonar el país. Viajó a Estados Unidos, dedicándose a la actividad mural y conoció a Angélica Arenal. Estableció en Nueva York su Taller Experimental donde descubrió el “accidente controlado” en la pintura.

En 1937 viajó a España para incorporarse al Ejército Popular Español, en donde alcanzó el grado de teniente coronel. A su regreso a México participó en el asalto a la casa de León Trotsky. Fue aprehendido y sometido a juicio; ayudado por el poeta Pablo Neruda logró viajar a Chile. Recibió el segundo premio para artistas extranjeros en la XXV Bienal de Venecia.

En 1960 viajó a Cuba y Venezuela y publicó La historia de una insidia. ¿Quiénes son los traidores a la patria? Mi respuesta. Fue aprehendido el 9 de agosto acusado de disolución social y recluido en la cárcel de Lecumberri. El 13 de julio de 1964 salió de prisión por un indulto del gobierno mexicano.

Esto es una probadita de la azarosa vida de uno de los más grandes pintores mexicanos, de quien podemos admirar parte de su obra en la Sala de Arte Público de Polanco y en el Polyforum que lleva su nombre, en la colonia Nápoles.

Aquí se encuentra también el Siqueiros Piano Bar, en donde los que gustan de cantar acuden a expresarse acompañados de un buen pianista, en un agradable ambiente, que cuida con esmero su dueña, Magdalena Rodríguez.

En este lugar decorado con extraordinarias caricaturas de personajes de la vida pública, realizados por Luis Carreño.



Ángeles González Gamio gonzalezgamio@gmail.com

martes, 2 de diciembre de 2008

GOBIERNO DEL DISTRIRO FEDERAL

Inicia el Programa de Fomento a la Lectura para Personas con Discapacidad Visual Letras de Luz 2008-06-25


** Busca promover la lectura entre invidentes y/o débiles visuales, generando así la oportunidad de que se desarrollen emocional, cultural y profesionalmente: Paloma Saiz
** El programa plantea la creación de un espacio cerrado para audio-libros en el Metro, círculos de lectura en voz alta y la edición de una antología en Braille

Un largo aplauso coronó la lectura que hizo Jorge Pulido, Presidente de Contacto Braille, de un fragmento del libro La carabina de Zapata. Junto a él, el reconocido autor de esta novela, el escritor argentino Rolo Díez, lo miraba ciertamente conmovido y emocionado. La mayor parte del auditorio, al igual que el lector, no podían ver. Así que la historia que se contaba, de nostalgia y exilio, fue recibida, saboreada e imaginada desde el mundo propio de los invidentes y los débiles visuales.

De esta manera, con una lectura en voz alta a la que asistieron unos 20 integrantes de diferentes asociaciones de invidentes y débiles visuales de la Ciudad de México, se dio a conocer una de las líneas de actividad del Programa de Fomento a la Lectura para Personas con Discapacidad Visual Letras de Luz, que la Secretaría de Cultura comienza a llevar a cabo.

Durante la sesión, realizada la tarde de este miércoles en la Casa Refugio Citlaltepetl, a la que asistió el escritor Rolo Díez, Paloma Saiz Tejero, responsable del Programa de Fomento a la Lectura de la Secretaría de Cultura, explicó que Letras de Luz busca fomentar y promover la lectura “en personas con discapacidad visual y/o débiles visuales, generando así la oportunidad de que se desarrollen emocional, cultural y profesionalmente”.

Este programa, añadió, se plantea tres líneas de actividades: Círculos de lectura en voz alta, promover la creación de un espacio cerrado para audio-libros, con el fin de que las personas puedan disfrutar cómodamente de la lectura y la edición de antologías en sistema Braille.
“Buscamos que el espacio para audio-libros, funcione en las instalaciones del Sistema de Transporte Colectivo Metro a la manera de una biblioteca: es decir que los usuarios puedan ir a escuchar un texto o un fragmento y regresar al otro día a continuar disfrutándolo; en este momento estamos en espera de una respuesta”, informó Paloma Saiz.

Saiz Tejero comentó también que Letras de Luz es el séptimo programa de fomento a la lectura que impulsa la Secretaría de Cultura; los demás son: Para leer de boleto en el Metro (préstamo de libros a usuarios de la Línea 3 de este medio de transporte), Letras en guardia (destinado a policía de la Secretaría de Seguridad Pública del GDF), Letras en rebeldía (para estudiantes de las preparatorias del Distrito Federal), Libro Clubes (pequeñas bibliotecas distribuidas por toda la ciudad), Sana, sana… leyendo una plana (para hospitales capitalinos) y Tianguis de libros (ferias de libro itinerantes por las delegaciones).

Por su parte, Rolo Díez comentó que el Programa Letras de Luz resulta muy interesante “pues invita a las personas con discapacidad visual a entrar al mundo de los libros y la lectura”.

El escritor argentino, quien ha publicado una docena de novelas y ha ganado dos veces el Premio Internacional Hammett, así como el Internacional Umbriel-Semana Negra, hizo un reconocimiento al trabajo de fomento a la lectura que realiza la Secretaría de Cultura, ya que, dijo, leer permite a las personas “abrir puertas, ventanas, mundos que de otro modo no podría conocer”.

Los libros, agregó, son fundamentales para difundir el conocimiento, “esto no lo puede hacer la televisión porque ésta se dedica nada más al entretenimiento; esto lo pueden hacer mucho mejor el libro y la lectura”.